jueves, 25 de agosto de 2011

La prisionera.


Conociendo como conocía varias Albertinas en una sola, me parecía ver reposando junto a mí otras más. Sus cejas arqueadas como yo no las había visto nunca rodeaban los globos de sus párpados como un suave nido de alción. Razas, atavismos, vicios reposaban en su rostro. Cada vez que movía la cabeza, creaba una mujer nueva, a veces insospechada para mí. Me parecía poseer no una, sino innumerables muchachas. Su respiración, que iba siendo un poco a poco más profunda, le levantaba regularmente el pecho, y encima, sus manos cruzadas, sus perlas desplazadas de diferente modo por el mismo movimiento, como esas barcas, esas amarras que el movimiento de las olas hace oscilar. Entonces, notando que su sueño era total, que no iba a tropezar con escollos de conciencia ahora cubiertos por la pleamar del sueño profundo, deliberadamente me subía sin ruido a la cama, me acostaba al lado de ella, le rodeaba la cintura con mi brazo, posaba los labios en su mejilla y sobre su corazón; después, en todas las partes de su cuerpo, mi única mano libre, que la respiración de la durmiente levantaba también, como las perlas; hasta yo mismo cambiaba ligeramente de posición por su movimiento regular: me había embarcado en el sueño de Albertina.

Marcel Proust
El sueño de Albertina

2 comentarios:

  1. demasiadas palabras para expresar un simple recalenton.....

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  2. Me ha emocionado, conmovido la lectura de esta ensoñación, es ¡increiblemente hermosa!, de que manera tan minuciosa, delicada, tierna,transparente describe al ser amado, invita al lector abandonarse al placer de sentir de forma serena la fragancia del amor que en nosotros despierta el ser amado.

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