jueves, 23 de mayo de 2013

La lectura del fin de semana. La invención de la soledad. Paul Auster. 1982



Aún faltaba mucho para que acabara la monumental composición a la que había dedicado los últimos quince años. S. se refería a ella como "la obra en curso" -parafraseando a Joyce, al que tanto admiraba- o como el Dodecálogo, que describía como el-trabajo-que-hay-que-hacer-y-se-hace-en-el-proceso-de-hacerlo. Lo más posible es que nunca hubiera pensado en terminar la obra, más bien parecía aceptar su fracaso como un hecho inevitable, casi como si se tratara de una premisa teológica; de modo que lo que para cualquier otro hombre hubiera constituido un motivo de desesperación, para él era una fuente de esperanza infinita y quijotesca. En algún momento previo, tal vez su momento más oscuro, se habría planteado una equivalencia entre su vida y su trabajo, y ahora ya no era capaz de distinguir entre ambos. Todos sus pensamientos se dirigían al trabajo, y la idea del trabajo le confería un propósito a su vida. La concepción de una obra que estuviera dentro del ámbito de lo posible -un trabajo que pudiera terminar, y por ende separar de sí mismo- hubiese invalidado su proyecto. El asunto era no acabar nunca, pero al mismo tiempo no cejar en su empeño por producir la obra más increíble que fuera capaz de imaginar. El resultado final, aunque resulte paradójico, era la humildad, una forma de medir su propia insignificancia en relación con Dios; pues sólo en la mente de Dios podían existir sueños equiparables a las aspiraciones de S. Pero al soñar de ese modo, S. había encontrado una forma de participar en las cosas que estaban más allá de su alcance, una forma de acercarse unos pasos más al centro del infinito.

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Pero aún le resultó más sorprendente el hecho de que cuando por fin regresó a París (noviembre de 1979), después de una ausencia de más de cinco años, no fuera a visitar a S., a pesar de habérselo propuesto. Todos los días, durante las semanas de su visita, se despertaba y se decía a sí mismo: "hoy debo encontrar tiempo para visitar a S."; pero luego, cuando el día se acercaba a su fin, inventaba una excusa para no hacerlo. Entonces comenzó a comprender que aquella reticencia a verlo era producto del miedo. Aunque, ¿miedo a qué?, ¿a penetrar en su propio pasado?, ¿a descubrir un presente que contradijera ese pasado y por lo tanto lo modificara, destruyendo a su vez el recuerdo que él quería guardar? No, no era tan simple. ¿Entonces qué? Pasaron los días y de repente lo vió claro: temía que S. estuviera muerto. Sabía que era un temor infundado, pero como el padre de A. había muerto hacía menos de un año y la importancia de S. en su vida se basaba precisamente en su relación con la idea de paternidad, sintió que la muerte de uno parecía implicar inmediatamente la muerte del otro. Y aunque intentara convencerse de lo contrario, lo creía de verdad y pensaba: "si voy a ver a S., descubriré que está muerto, pero si no me acerco a él, seguirá vivo". De este modo, A. sentía que con su ausencia ayudaba a S. a seguir en este mundo. Día tras día caminaba por París con la imagen de S. viva en su mente y cien veces por día se imaginaba entrando en la pequeña habitación de la plaza Pinel, pero no se animaba a llegar hasta allí. Entonces se dió cuenta de que vivía en un estado de total cautividad.

Paul Auster
La invención de la soledad


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